martes, 15 de diciembre de 2009
Kseniya Simonova
Kseniya Simonova (nacida en 1985 como Ксения Симонова) es una artista en animación en arena en Ucrania. Comenzó a dibujar en arena tras el colapso de su negocio como consecuencia de la crisis de crédito y menos de un año más tarde participó en el concurso Ukraine's Got Talent. Resulto ganadora del concurso[2] en 2009, construyendo una animación acerca de la vida en la Unión Soviética durante la Gran Guerra Patriótica contra el Tercer Reich en la Segunda Guerra Mundial.
jueves, 10 de diciembre de 2009
La convivencia es la raíz de la gobernabilidad
Rodrigo Carazo Odio (Q.d.D.g)
Fuente: elpais.cr | 10/12/2009
Las aguas se tornan turbulentas cuando los vientos u otros fenómenos externos las agitan. Hay calma cuando prevalece la armonía. En lo social lo mismo sucede, hay convivencia pacífica cuando hay justicia.
Las palabras suelen ser anuncio de buenas intenciones; los logros sociales son, por lo general, el resultado de decisiones que conducen a la satisfacción de necesidades y aspiraciones de las gentes.
Nuestra América es un mundo nuevo. “Nuevo mundo” que surge del crisol de razas y culturas que ocurre con el encuentro humano producto de la redondez de la tierra que es hoy escenario planetario.
Si con anterioridad al llamado “descubrimiento” vivía este Continente, la que algunos señalan como “la tragedia humana”, fue a partir del siglo XVI, que se materializan en éste cosas que, como la mita y la encomienda y muchas más, fueron producto del dominio del conquistador. Estas nos han heredado grandes tragedias que, aun en la actualidad, continúan pesando en la región; se sigue excluyendo a millones de seres humanos.
África se hace presente en nuestra América y la convierte en el segundo continente negro del planeta.
Todos los pueblos europeos y progresivamente los asiáticos cohabitamos acá. Juntos pero no revueltos, unos gozan de todo, muchos no tienen nada. ¿Podemos esperar que de este cuadro surja un poder político que desarrolle la gobernabilidad como fórmula democrática de gobierno? ¿No será que si así se pretende que sea la realidad, se está tratando de lograr que el criterio de los menos sea dueño de todo lo de los demás?
Se ha dicho que el más grave error que puede cometerse en la vida social es el de distribuir ignorancia. Para mentalizar tal equivocación debemos promover, no mentalizar, tal equivocación; debemos promover, no adoctrinar, que la comunidad sea capaz de lograr un desarrollo estable entre los diversos sistemas sociales, políticos, culturales y económicos que permitan alcanzar un equilibrio equitativo y armonioso en provecho de todos y, esto, es un clima en el que la transparencia y el respeto al derecho de los demás sean realidad.
Del dicho al hecho, decimos constantemente, hay un largo trecho. Si deseamos una efectiva gobernabilidad democrática, nos referimos a los órganos del Estado, de la sociedad, tanto privados como públicos, y a las relaciones entre ellos. Debemos desarrollar la cultura necesaria para lograrla. No es posible llegar al deseado equilibrio si nos dedicamos a buscar el beneficio de un sistema regido por el egoísmo, por el poder de grupos dominantes, o el de las pocas personas que controlan una oligarquía.
¿Será posible dominar a tantos que viven un creciente malestar producto de la codicia de unos pocos, particularmente si se trata de los poderosos y corruptos que dominan la sociedad?
Resulta urgente estar convencidos de que siempre es posible lograr acuerdos aceptables a las partes, si existe el respeto y credibilidad recíprocos y si los gestores o facilitadores de tales acuerdos no los toman como escenario para su promoción personal.
Un pueblo debe ser educado, no sólo para “ganarse la vida” y para “desarrollar negocios”, sino, en especial, para alcanzar la justicia, el equilibrio social y la armonía.
Somos los habitantes de este continente, material que conforma un verdadero nuevo mundo gracias al crisol que nos mezcla de manera constante.
Un reto constante es el de la credibilidad. La credibilidad de los políticos de los dirigentes sociales, empresariales y otros posee consecuencias directas en el respeto a la legitimidad y de la institucionalidad democrática del país. Si las instituciones – públicas y privadas - no merecen para los ciudadanos respeto, se pierde la fe en el sistema democrático de gobierno y con ello se pone en peligro la convivencia democrática y la integración social y política del país.
Para construir credibilidad es necesario escuchar, se requiere oír lo que las personas, los ciudadanos quieran decir. En la actualidad muchos no son escuchados, los jóvenes no son escuchados. Escuchar es un primer paso fundamental para el diálogo.
Debemos convencernos de que el diálogo es una efectiva participación que puede juntar a todos los actores para que así, democráticamente, busquemos el justo camino. Es un imperativo moral del tiempo actual, que posibilitará la convivencia.
No olvidemos que las aguas se tornan turbulentas cuando su armonía se rompe por factores ajenos a ellas.
Una efectiva convivencia, una mayor armonía y concordia social demandan ir más allá de la “tolerancia”, ello se logra con prácticas sociales que se enraícen en la sociedad, se promuevan desde la escuela, desde la familia y con políticas públicas orientadas a la integración e inclusión. Esto permitirá “pasar de la raya de la tolerancia y llegar a la condición magnífica de no notar la diferencia”.
FLACSO nos ha invitado a ayudar a hacer lo posible para que de aquí salga una gestión que coloque a todos: jóvenes, mujeres y pueblos indígenas, a trabajar juntos para lograr que aprendamos a vivir en un mundo del cual la paz deje de ligarse al imperio de la fuerza, y que ella sea entendida como la acción de convivir armónicamente para lograr que este planeta perecible, se convierta en duradero.
(*) Conferencia dictada por el Dr. Rodrigo Carazo Odio en la Facultad Latinoamericana de Ciencias sociales. Septiembre 2009.
http://www.flacso.org/noticias-y-actividades/noticia/reflexiones-de-rodrigo-carazo-sobre-la-convivencia-democratica/?no_cache=1
Fuente: elpais.cr | 10/12/2009
Las aguas se tornan turbulentas cuando los vientos u otros fenómenos externos las agitan. Hay calma cuando prevalece la armonía. En lo social lo mismo sucede, hay convivencia pacífica cuando hay justicia.
Las palabras suelen ser anuncio de buenas intenciones; los logros sociales son, por lo general, el resultado de decisiones que conducen a la satisfacción de necesidades y aspiraciones de las gentes.
Nuestra América es un mundo nuevo. “Nuevo mundo” que surge del crisol de razas y culturas que ocurre con el encuentro humano producto de la redondez de la tierra que es hoy escenario planetario.
Si con anterioridad al llamado “descubrimiento” vivía este Continente, la que algunos señalan como “la tragedia humana”, fue a partir del siglo XVI, que se materializan en éste cosas que, como la mita y la encomienda y muchas más, fueron producto del dominio del conquistador. Estas nos han heredado grandes tragedias que, aun en la actualidad, continúan pesando en la región; se sigue excluyendo a millones de seres humanos.
África se hace presente en nuestra América y la convierte en el segundo continente negro del planeta.
Todos los pueblos europeos y progresivamente los asiáticos cohabitamos acá. Juntos pero no revueltos, unos gozan de todo, muchos no tienen nada. ¿Podemos esperar que de este cuadro surja un poder político que desarrolle la gobernabilidad como fórmula democrática de gobierno? ¿No será que si así se pretende que sea la realidad, se está tratando de lograr que el criterio de los menos sea dueño de todo lo de los demás?
Se ha dicho que el más grave error que puede cometerse en la vida social es el de distribuir ignorancia. Para mentalizar tal equivocación debemos promover, no mentalizar, tal equivocación; debemos promover, no adoctrinar, que la comunidad sea capaz de lograr un desarrollo estable entre los diversos sistemas sociales, políticos, culturales y económicos que permitan alcanzar un equilibrio equitativo y armonioso en provecho de todos y, esto, es un clima en el que la transparencia y el respeto al derecho de los demás sean realidad.
Del dicho al hecho, decimos constantemente, hay un largo trecho. Si deseamos una efectiva gobernabilidad democrática, nos referimos a los órganos del Estado, de la sociedad, tanto privados como públicos, y a las relaciones entre ellos. Debemos desarrollar la cultura necesaria para lograrla. No es posible llegar al deseado equilibrio si nos dedicamos a buscar el beneficio de un sistema regido por el egoísmo, por el poder de grupos dominantes, o el de las pocas personas que controlan una oligarquía.
¿Será posible dominar a tantos que viven un creciente malestar producto de la codicia de unos pocos, particularmente si se trata de los poderosos y corruptos que dominan la sociedad?
Resulta urgente estar convencidos de que siempre es posible lograr acuerdos aceptables a las partes, si existe el respeto y credibilidad recíprocos y si los gestores o facilitadores de tales acuerdos no los toman como escenario para su promoción personal.
Un pueblo debe ser educado, no sólo para “ganarse la vida” y para “desarrollar negocios”, sino, en especial, para alcanzar la justicia, el equilibrio social y la armonía.
Somos los habitantes de este continente, material que conforma un verdadero nuevo mundo gracias al crisol que nos mezcla de manera constante.
Un reto constante es el de la credibilidad. La credibilidad de los políticos de los dirigentes sociales, empresariales y otros posee consecuencias directas en el respeto a la legitimidad y de la institucionalidad democrática del país. Si las instituciones – públicas y privadas - no merecen para los ciudadanos respeto, se pierde la fe en el sistema democrático de gobierno y con ello se pone en peligro la convivencia democrática y la integración social y política del país.
Para construir credibilidad es necesario escuchar, se requiere oír lo que las personas, los ciudadanos quieran decir. En la actualidad muchos no son escuchados, los jóvenes no son escuchados. Escuchar es un primer paso fundamental para el diálogo.
Debemos convencernos de que el diálogo es una efectiva participación que puede juntar a todos los actores para que así, democráticamente, busquemos el justo camino. Es un imperativo moral del tiempo actual, que posibilitará la convivencia.
No olvidemos que las aguas se tornan turbulentas cuando su armonía se rompe por factores ajenos a ellas.
Una efectiva convivencia, una mayor armonía y concordia social demandan ir más allá de la “tolerancia”, ello se logra con prácticas sociales que se enraícen en la sociedad, se promuevan desde la escuela, desde la familia y con políticas públicas orientadas a la integración e inclusión. Esto permitirá “pasar de la raya de la tolerancia y llegar a la condición magnífica de no notar la diferencia”.
FLACSO nos ha invitado a ayudar a hacer lo posible para que de aquí salga una gestión que coloque a todos: jóvenes, mujeres y pueblos indígenas, a trabajar juntos para lograr que aprendamos a vivir en un mundo del cual la paz deje de ligarse al imperio de la fuerza, y que ella sea entendida como la acción de convivir armónicamente para lograr que este planeta perecible, se convierta en duradero.
(*) Conferencia dictada por el Dr. Rodrigo Carazo Odio en la Facultad Latinoamericana de Ciencias sociales. Septiembre 2009.
http://www.flacso.org/noticias-y-actividades/noticia/reflexiones-de-rodrigo-carazo-sobre-la-convivencia-democratica/?no_cache=1
martes, 8 de diciembre de 2009
El cine político: Argentina, Brasil y México
Publicada en TODAVÍA Nº 22. Diciembre de 2009
por emilio bernini Director de la Maestría en Cine Documental (FUC)
y profesor de la Universidad de Buenos Aires
En los años sesenta y setenta, tal vez como en ningún otro momento, es posible pensar en un cine latinoamericano. Antes, durante los años treinta y cuarenta, los países que habían desarrollado industrias cinematográficas –Brasil, Argentina, México– habían impulsado cines nacionales, cuyas historias se apoyaban en las propias tradiciones: el samba y el carnaval en el Brasil, el tango y el criollismo en la Argentina, la ranchera en México. Así, se nacionalizaron los géneros provistos por la industria de Hollywood. Después, hacia los años noventa, el cine de la región empieza a concebirse no tanto en términos nacionales e industriales sino, más bien, globales. Hoy, el cine en América Latina tiende a trascender las fronteras territoriales, tanto en el sentido de su producción (por ejemplo, Babel, de González Iñárritu; o Hijos de los hombres, de Alfonso Cuarón, y también Leonera, de Pablo Trapero; películas cuyos productores están esparcidos por el mundo) como en el sentido estético, ya que muchos filmes de la región comparten ciertas ideas, ciertas puestas en escena, ciertas concepciones que en nada los diferencian del actual cine asiático (iraní, taiwanés, hongkonés) o del europeo independiente.
NELSON PEREIRA DOS SANTOS. Vidas secas. 1963
la política como lente
Ese rasgo latinoamericano de las experiencias de los sesenta y setenta es de una singularidad probablemente irrepetible. En primer lugar, porque los cineastas de la región se concebían, con mayor o menor intensidad, como parte de una renovación cinematográfica extranacional, y hasta en algunos casos, se llamaron a sí mismos del tercer mundo. Desde esta posición “tercera” se contraponían deliberadamente a los modelos coetáneos de los Estados Unidos o de Europa central, que el grupo argentino Cine Liberación (formado, entre otros, por Pino Solanas, Octavio Getino y Gerardo Vallejo) consideraba “primero” y “segundo” cines, respectivamente. En segundo lugar, esa conciencia de formar parte de un cine moderno o “tercero” es estética, puesto que no se los reconoce en el modelo narrativo que proviene de los Estados Unidos, tampoco busca imitarlo, como sí lo hicieron los cines industriales de los demás países del continente. Sus modelos son otros: los cines modernos francés e italiano, la nouvelle vague y el neorrealismo, y las nuevas olas europeas. A la vez, esa conciencia es sin duda también política, porque en sus posicionamientos estéticos subyacen ideas, más o menos radicales, sobre la dominación ideológica que se puede ejercer por medio del cine y sobre la liberación o la reforma que un cine crítico puede generar. No obstante, aun cuando la generación del sesenta (Manuel Antín, Lautaro Murúa, David J. Kohon, Rodolfo Kuhn, entre otros) y el grupo Cine Liberación argentinos, el cinema novo brasileño y el nuevo cine mexicano comparten ciertas ideas, esa “terceridad” latinoamericana no es la misma y tampoco supone un acuerdo pleno en términos de ideologías estéticas. Más bien, las discusiones entre ellos (como la impugnación de Glauber Rocha –del cinema novo brasileño–, a Pino Solanas o, incluso, la crítica de Cine Liberación a la generación del sesenta) demuestran que cada grupo forja sus ideas y decide sus prácticas dentro de sus propias tradiciones cinematográficas y sus propias historias políticas. Este es el punto en que los cines latinoamericanos encuentran el límite de su pertenencia cultural nacional.
De hecho, la generación del sesenta, al proponerse modernizar el cine argentino, retoma de modo crítico, reflexivo, algunos de los tópicos del cine industrial, como el tango y el criollismo, y se sitúa contra el cine neutro, de trasposiciones “cultas”, aquel producido durante el peronismo que llevaba a la pantalla la literatura clásica europea del siglo XIX. Sin embargo, Cine Liberación los acusa de no ser revolucionarios aunque algunos cineastas de los sesenta, como Jorge Cedrón, se hayan politizado luego en la
década siguiente.
La idea de que la generación del sesenta no es tan radical como Cine Liberación es consecuencia de la lectura que ese mismo grupo de cineastas hizo (e impuso) de su inmediato pasado y su presente cinematográfico y político, y también de que cada uno filmó en épocas de muy distinta intensidad política. Por ejemplo, en Tute cabrero (Juan José Jusid, 1968), la crítica a la alienación que producen el trabajo y la cultura de la clase media es tan aguda como la crítica a la alienación y la explotación de los trabajadores en las fábricas en La hora de los hornos (1966-68, Cine Liberación); la diferencia, sin duda, es la interpelación a la acción política de La hora de los hornos, film expresamente concebido como instrumento de lucha, y apoyado, para ello, en la tradición partidaria de la Resistencia peronista.
Esa fundamentación partidaria de los cineastas militantes argentinos (incluido Cine de La Base, el grupo de
Raymundo Gleyzer) es impensable en la política del cinema novo (Glauber Rocha, Nelson Pereira dos Santos, Leon Hirszman, Ruy Guerra y otros), mal visto, en general, por los partidos políticos de izquierda brasileños. En el cinema novo, la política está, sobre todo, en su mirada antropológica de la favela y el sertão (el Nordeste brasileño), zonas de la miseria brasileña literalmente invisibles para el cine industrial populista de los filmes de carnaval y la chanchada, asociables, para los nuevos cineastas, a los gobiernos
de Getúlio Vargas. Vidas secas (Nelson Pereira dos Santos, 1963) y Dios y el diablo en la tierra del sol (Glauber Rocha, 1964) son, en su crítica al populismo político y cinematográfico, películas análogas. Pero mientras la primera recurre a una pedagogía para el oprimido y enseña a los mismos sertanejos –los habitantes miserables del sertón cuya historia cuenta– la posibilidad de su liberación, la segunda niega, a partir del relato de las rebeliones de su héroe, la liberación misma. En esto, el cine de Glauber Rocha es por
completo inasimilable a cualquier acción positiva sobre la realidad histórica y, en consecuencia, a cualquier organización política; y allí, precisamente, reside su discusión con Pino Solanas. El llamado a la acción de los cineastas militantes argentinos tenía en su horizonte, sin duda, la constitución de una nueva hegemonía; para ellos, el proceso de destrucción revolucionaria de lo dado no podía concebirse sin la construcción del nuevo Estado. Por eso, cuando el peronismo vuelve al poder en el ’73, se reconfiguran todos los proyectos de los cineastas políticos argentinos. En cambio, en Glauber Rocha, la política no tiene positividad alguna, no reconoce ningún horizonte futuro y, en esto, Dios y el diablo... y Antônio das Mortes (1969), tal vez sus
filmes más extremos, asumen una negatividad radical, que encuentra, paradójicamente, la única liberación posible en la destrucción absoluta.
PINO SOLANAS. La hora de los hornos. 1968
Los nuevos cineastas mexicanos (Arturo Ripstein, José Bolaños, Paul Leduc, Juan Ibáñez, entre otros) no tuvieron ese grado de radicalidad estético-política, probablemente porque en algunos de ellos, como Ripstein, la relación con la industria de Hollywood no es de ruptura, ya que esos filmes industriales son, en parte, sus modelos. Pero, aun así, resulta evidente la crítica a la política dictatorial del pri (el partido institucional que gobernó el país desde la revolución de 1910) y a la cultura mexicana, que para ellos es, en gran medida, su consecuencia. Leduc, Bolaños y Ripstein se instalan en el interior de los géneros de la industria como parte de una estrategia estética de vaciamiento y deconstrucción silenciosa, solapada, de aquellos modos narrativos. En México insurgente (1970), Paul Leduc no sólo vacía de acciones épicas el western, sino que relee todo un período de la revolución mexicana para constatar allí la formación de un nuevo modo de opresión de los pobres. De modo similar y, por cierto más perverso, Ripstein, en Tiempo de morir (1965), feminiza el mismo género del western cuando pone en el centro de su historia a las mujeres del pueblo y cuando narra un vínculo de tipo homoerótico entre el héroe y el hijo de su enemigo, devastando así, como si se dijera sosegadamente, la imagen industrial (cultural) del macho mexicano.
ese rasgo latinoamericano de las experiencias de los sesenta y setenta es de una singularidad probablemente irrepetible. en primer lugar, porque los cineastas de la región se concebían, con mayor o menor intensidad, como parte de una renovación cinematográfica extranacional.
Hacia fines de los setenta y en los años ochenta, el cine latinoamericano se eclipsa, por causas que siempre están vinculadas a las historias políticas que, en gran medida, y en circunstancias disímiles, les dieron lugar. En los mejores casos, los filmes contemporáneos de la región, incluso conscientes de la historia del cine y de la política, no tienen ya o no parecen tener ese tipo de proyección utópica ni la misma pretensión de acción, aun negativa, sobre el mundo. Parecen encontrar sus objetivos, más bien, en mostrar, virtuosa y lacónicamente, el mundo actual.
por emilio bernini Director de la Maestría en Cine Documental (FUC)
y profesor de la Universidad de Buenos Aires
En los años sesenta y setenta, tal vez como en ningún otro momento, es posible pensar en un cine latinoamericano. Antes, durante los años treinta y cuarenta, los países que habían desarrollado industrias cinematográficas –Brasil, Argentina, México– habían impulsado cines nacionales, cuyas historias se apoyaban en las propias tradiciones: el samba y el carnaval en el Brasil, el tango y el criollismo en la Argentina, la ranchera en México. Así, se nacionalizaron los géneros provistos por la industria de Hollywood. Después, hacia los años noventa, el cine de la región empieza a concebirse no tanto en términos nacionales e industriales sino, más bien, globales. Hoy, el cine en América Latina tiende a trascender las fronteras territoriales, tanto en el sentido de su producción (por ejemplo, Babel, de González Iñárritu; o Hijos de los hombres, de Alfonso Cuarón, y también Leonera, de Pablo Trapero; películas cuyos productores están esparcidos por el mundo) como en el sentido estético, ya que muchos filmes de la región comparten ciertas ideas, ciertas puestas en escena, ciertas concepciones que en nada los diferencian del actual cine asiático (iraní, taiwanés, hongkonés) o del europeo independiente.
NELSON PEREIRA DOS SANTOS. Vidas secas. 1963
la política como lente
Ese rasgo latinoamericano de las experiencias de los sesenta y setenta es de una singularidad probablemente irrepetible. En primer lugar, porque los cineastas de la región se concebían, con mayor o menor intensidad, como parte de una renovación cinematográfica extranacional, y hasta en algunos casos, se llamaron a sí mismos del tercer mundo. Desde esta posición “tercera” se contraponían deliberadamente a los modelos coetáneos de los Estados Unidos o de Europa central, que el grupo argentino Cine Liberación (formado, entre otros, por Pino Solanas, Octavio Getino y Gerardo Vallejo) consideraba “primero” y “segundo” cines, respectivamente. En segundo lugar, esa conciencia de formar parte de un cine moderno o “tercero” es estética, puesto que no se los reconoce en el modelo narrativo que proviene de los Estados Unidos, tampoco busca imitarlo, como sí lo hicieron los cines industriales de los demás países del continente. Sus modelos son otros: los cines modernos francés e italiano, la nouvelle vague y el neorrealismo, y las nuevas olas europeas. A la vez, esa conciencia es sin duda también política, porque en sus posicionamientos estéticos subyacen ideas, más o menos radicales, sobre la dominación ideológica que se puede ejercer por medio del cine y sobre la liberación o la reforma que un cine crítico puede generar. No obstante, aun cuando la generación del sesenta (Manuel Antín, Lautaro Murúa, David J. Kohon, Rodolfo Kuhn, entre otros) y el grupo Cine Liberación argentinos, el cinema novo brasileño y el nuevo cine mexicano comparten ciertas ideas, esa “terceridad” latinoamericana no es la misma y tampoco supone un acuerdo pleno en términos de ideologías estéticas. Más bien, las discusiones entre ellos (como la impugnación de Glauber Rocha –del cinema novo brasileño–, a Pino Solanas o, incluso, la crítica de Cine Liberación a la generación del sesenta) demuestran que cada grupo forja sus ideas y decide sus prácticas dentro de sus propias tradiciones cinematográficas y sus propias historias políticas. Este es el punto en que los cines latinoamericanos encuentran el límite de su pertenencia cultural nacional.
De hecho, la generación del sesenta, al proponerse modernizar el cine argentino, retoma de modo crítico, reflexivo, algunos de los tópicos del cine industrial, como el tango y el criollismo, y se sitúa contra el cine neutro, de trasposiciones “cultas”, aquel producido durante el peronismo que llevaba a la pantalla la literatura clásica europea del siglo XIX. Sin embargo, Cine Liberación los acusa de no ser revolucionarios aunque algunos cineastas de los sesenta, como Jorge Cedrón, se hayan politizado luego en la
década siguiente.
La idea de que la generación del sesenta no es tan radical como Cine Liberación es consecuencia de la lectura que ese mismo grupo de cineastas hizo (e impuso) de su inmediato pasado y su presente cinematográfico y político, y también de que cada uno filmó en épocas de muy distinta intensidad política. Por ejemplo, en Tute cabrero (Juan José Jusid, 1968), la crítica a la alienación que producen el trabajo y la cultura de la clase media es tan aguda como la crítica a la alienación y la explotación de los trabajadores en las fábricas en La hora de los hornos (1966-68, Cine Liberación); la diferencia, sin duda, es la interpelación a la acción política de La hora de los hornos, film expresamente concebido como instrumento de lucha, y apoyado, para ello, en la tradición partidaria de la Resistencia peronista.
Esa fundamentación partidaria de los cineastas militantes argentinos (incluido Cine de La Base, el grupo de
Raymundo Gleyzer) es impensable en la política del cinema novo (Glauber Rocha, Nelson Pereira dos Santos, Leon Hirszman, Ruy Guerra y otros), mal visto, en general, por los partidos políticos de izquierda brasileños. En el cinema novo, la política está, sobre todo, en su mirada antropológica de la favela y el sertão (el Nordeste brasileño), zonas de la miseria brasileña literalmente invisibles para el cine industrial populista de los filmes de carnaval y la chanchada, asociables, para los nuevos cineastas, a los gobiernos
de Getúlio Vargas. Vidas secas (Nelson Pereira dos Santos, 1963) y Dios y el diablo en la tierra del sol (Glauber Rocha, 1964) son, en su crítica al populismo político y cinematográfico, películas análogas. Pero mientras la primera recurre a una pedagogía para el oprimido y enseña a los mismos sertanejos –los habitantes miserables del sertón cuya historia cuenta– la posibilidad de su liberación, la segunda niega, a partir del relato de las rebeliones de su héroe, la liberación misma. En esto, el cine de Glauber Rocha es por
completo inasimilable a cualquier acción positiva sobre la realidad histórica y, en consecuencia, a cualquier organización política; y allí, precisamente, reside su discusión con Pino Solanas. El llamado a la acción de los cineastas militantes argentinos tenía en su horizonte, sin duda, la constitución de una nueva hegemonía; para ellos, el proceso de destrucción revolucionaria de lo dado no podía concebirse sin la construcción del nuevo Estado. Por eso, cuando el peronismo vuelve al poder en el ’73, se reconfiguran todos los proyectos de los cineastas políticos argentinos. En cambio, en Glauber Rocha, la política no tiene positividad alguna, no reconoce ningún horizonte futuro y, en esto, Dios y el diablo... y Antônio das Mortes (1969), tal vez sus
filmes más extremos, asumen una negatividad radical, que encuentra, paradójicamente, la única liberación posible en la destrucción absoluta.
PINO SOLANAS. La hora de los hornos. 1968
Los nuevos cineastas mexicanos (Arturo Ripstein, José Bolaños, Paul Leduc, Juan Ibáñez, entre otros) no tuvieron ese grado de radicalidad estético-política, probablemente porque en algunos de ellos, como Ripstein, la relación con la industria de Hollywood no es de ruptura, ya que esos filmes industriales son, en parte, sus modelos. Pero, aun así, resulta evidente la crítica a la política dictatorial del pri (el partido institucional que gobernó el país desde la revolución de 1910) y a la cultura mexicana, que para ellos es, en gran medida, su consecuencia. Leduc, Bolaños y Ripstein se instalan en el interior de los géneros de la industria como parte de una estrategia estética de vaciamiento y deconstrucción silenciosa, solapada, de aquellos modos narrativos. En México insurgente (1970), Paul Leduc no sólo vacía de acciones épicas el western, sino que relee todo un período de la revolución mexicana para constatar allí la formación de un nuevo modo de opresión de los pobres. De modo similar y, por cierto más perverso, Ripstein, en Tiempo de morir (1965), feminiza el mismo género del western cuando pone en el centro de su historia a las mujeres del pueblo y cuando narra un vínculo de tipo homoerótico entre el héroe y el hijo de su enemigo, devastando así, como si se dijera sosegadamente, la imagen industrial (cultural) del macho mexicano.
ese rasgo latinoamericano de las experiencias de los sesenta y setenta es de una singularidad probablemente irrepetible. en primer lugar, porque los cineastas de la región se concebían, con mayor o menor intensidad, como parte de una renovación cinematográfica extranacional.
Hacia fines de los setenta y en los años ochenta, el cine latinoamericano se eclipsa, por causas que siempre están vinculadas a las historias políticas que, en gran medida, y en circunstancias disímiles, les dieron lugar. En los mejores casos, los filmes contemporáneos de la región, incluso conscientes de la historia del cine y de la política, no tienen ya o no parecen tener ese tipo de proyección utópica ni la misma pretensión de acción, aun negativa, sobre el mundo. Parecen encontrar sus objetivos, más bien, en mostrar, virtuosa y lacónicamente, el mundo actual.
martes, 1 de diciembre de 2009
Obama, Bush y los golpes de Estado latinoamericanos
Inmanuel Wallerstein
Algo extraño está ocurriendo en América Latina. Las fuerzas de derecha en la región están emplazadas de tal modo que pueden desempeñarse mejor durante la presidencia estadunidense de Barack Obama que durante los ocho años de George W. Bush.
Éste encabezaba un régimen de extrema derecha que no tenía ninguna simpatía para las fuerzas populares en América Latina. Por el contrario, Obama encabeza un régimen centrista que intenta replicar la política del buen vecino que proclamara Franklin Roosevelt como forma de anunciar el fin de la intervención militar directa de Estados Unidos en América Latina.
Durante la presidencia de Bush, el único intento serio de golpe de Estado con respaldo de Estados Unidos ocurrió en 2002 contra Hugo Chávez en Venezuela y tal asonada falló. Fue seguida de una serie de elecciones por toda América Latina y el Caribe, donde los candidatos de centro-izquierda ganaron en casi todos los casos. La culminación fue una reunión en 2008 en Brasil –a la que Estados Unidos no fue invitado y donde el presidente de Cuba, Raúl Castro, recibió trato de héroe virtual.
Desde que Obama asumió la presidencia, se ha logrado perpetrar un golpe de Estado: en Honduras. Pese a la condena que expresó el mandatario, la política estadunidense ha sido ambigua y los líderes del golpe están ganando su apuesta de mantenerse en el poder hasta las próximas elecciones para presidente. Hace apenas muy poco, en Paraguay, el presidente católico de izquierda Fernando Lugo pudo evitar un golpe militar. Pero su vicepresidente, Federico Franco, de derecha, está maniobrando para obtener de un Parlamento nacional hostil a Lugo un golpe de Estado que asume la forma de un enjuiciamiento. Y los dientes militares se afilan en una serie de otros países.
Para entender esta aparente anomalía debemos mirar la política interna de Estados Unidos, y cómo afecta la política exterior estadunidense. De vez en cuando, y no hace tanto tiempo, los dos partidos principales representaban a coaliciones de fuerzas sociales que se traslapaban, y en los que el balance interno de cada uno iba de una derecha, corrida del centro, en el caso del Partido Republicano, a una cierta izquierda, corrida del centro, para el Partido Demócrata.
Debido a que los dos partidos se traslapaban, las elecciones tendían a forzar a los candidatos presidenciales de ambos partidos más o menos hacia el centro, de modo de ganaban sobre la fracción relativamente pequeña de votantes que eran los independientes, situados en el centro.
Éste ya no es el caso. El Partido Demócrata es la misma coalición amplia que siempre ha sido, pero el Partido Republicano se ha desplazado más a la derecha. Esto significa que los republicanos tienen una base menor. Lo lógico es que esto significara bastantes problemas electorales. Pero, como estamos viendo, no funciona exactamente de ese modo.
Las fuerzas de la extrema derecha que dominan el Partido Republicano están muy motivadas y son bastante agresivas. Buscan purgar a todos y cada uno de los políticos republicanos a quienes consideren demasiado moderados e intentan forzar a los republicanos en el Congreso a una actitud negativa uniforme hacia todas y cada una de las cosas que proponga el Partido Demócrata y en particular el presidente Obama. Los arreglos políticos de compromiso ya no se ven como políticamente deseables. Por el contrario. A los republicanos se les presiona para marchar al ritmo de un solo tamborilero.
Entretanto, el Partido Demócrata opera como siempre ha operado. Su amplia coalición va de la izquierda a una cierta derecha del centro. Los demócratas en el Congreso invierten casi toda su energía política en negociar unos con otros. Esto implica que es muy difícil aprobar legislaciones significativas, como vemos actualmente con el intento de reformar las estructuras de salud estadunidenses.
Entonces, ¿qué significa esto para América Latina (y de hecho para otras partes del mundo)? Bush podía conseguir casi todo lo que quería de los republicanos en el Congreso, en el cual tuvo una clara mayoría durante los primeros seis años de su régimen. Los debates reales ocurrían en el círculo ejecutivo interno de Bush, dominado básicamente por el vicepresidente Cheney durante los primeros seis años. Cuando Bush perdió las votaciones para elegir congresistas en 2006, la influencia de Cheney declinó y las políticas públicas cambiaron ligeramente.
La era de Bush estuvo marcada por una obsesión con Iraq y en menor medida con el resto de Medio Oriente. Algo de energía quedaba para lidiar con China y Europa occidental. Desde la perspectiva del régimen de Bush, Latinoamérica se desvanecía poco a poco hacia el fondo. Para su frustración, la derecha latinoamericana no obtuvo el tipo común de involucramiento en su favor que esperaban y deseaban por parte del gobierno estadunidense.
Obama se enfrenta a una situación totalmente diferente. Tiene una base diversa y una agenda ambigua. Su postura pública se bambolea entre una firme posición centrista y unos moderados gestos de centroizquierda. Esto vuelve su posición política esencialmente débil. Obama desilusiona a los votantes de izquierda que movilizó durante las elecciones, y que en muchos caso se retiran de lo político. La realidad de una depresión mundial hace que algunos de sus votantes centristas se aparten de él por miedo a una deuda nacional creciente.
Para Obama, igual que para Bush, América Latina no está en la cúspide de sus prioridades. Sin embargo, Obama (a diferencia de Bush) está luchando duro por mantener la cabeza arriba del agua política. Está muy preocupado por las elecciones de 2010 y 2012. Y esto no es algo insensato. Entonces su política exterior está influida considerablemente por el impacto potencial que tenga ésta en dichas elecciones.
Lo que la derecha latinoamericana hace es sacarle ventaja a las dificultades políticas internas de Obama para forzarle la mano. Se percatan de que no cuenta con la energía política disponible para atajarlos. Además, la situación económica mundial tiende a redundar en contra de los regímenes en el cargo. Y en la América Latina de hoy son los partidos de centroizquierda los que están en el cargo. Si Obama lograra triunfos políticos importantes en los próximos dos años (una ley de salud decente, una auténtica retirada de Iraq, una reducción del desempleo), esto mellaría, de hecho, el retorno de la derecha latinoamericana. ¿Pero logrará tales triunfos?
Algo extraño está ocurriendo en América Latina. Las fuerzas de derecha en la región están emplazadas de tal modo que pueden desempeñarse mejor durante la presidencia estadunidense de Barack Obama que durante los ocho años de George W. Bush.
Éste encabezaba un régimen de extrema derecha que no tenía ninguna simpatía para las fuerzas populares en América Latina. Por el contrario, Obama encabeza un régimen centrista que intenta replicar la política del buen vecino que proclamara Franklin Roosevelt como forma de anunciar el fin de la intervención militar directa de Estados Unidos en América Latina.
Durante la presidencia de Bush, el único intento serio de golpe de Estado con respaldo de Estados Unidos ocurrió en 2002 contra Hugo Chávez en Venezuela y tal asonada falló. Fue seguida de una serie de elecciones por toda América Latina y el Caribe, donde los candidatos de centro-izquierda ganaron en casi todos los casos. La culminación fue una reunión en 2008 en Brasil –a la que Estados Unidos no fue invitado y donde el presidente de Cuba, Raúl Castro, recibió trato de héroe virtual.
Desde que Obama asumió la presidencia, se ha logrado perpetrar un golpe de Estado: en Honduras. Pese a la condena que expresó el mandatario, la política estadunidense ha sido ambigua y los líderes del golpe están ganando su apuesta de mantenerse en el poder hasta las próximas elecciones para presidente. Hace apenas muy poco, en Paraguay, el presidente católico de izquierda Fernando Lugo pudo evitar un golpe militar. Pero su vicepresidente, Federico Franco, de derecha, está maniobrando para obtener de un Parlamento nacional hostil a Lugo un golpe de Estado que asume la forma de un enjuiciamiento. Y los dientes militares se afilan en una serie de otros países.
Para entender esta aparente anomalía debemos mirar la política interna de Estados Unidos, y cómo afecta la política exterior estadunidense. De vez en cuando, y no hace tanto tiempo, los dos partidos principales representaban a coaliciones de fuerzas sociales que se traslapaban, y en los que el balance interno de cada uno iba de una derecha, corrida del centro, en el caso del Partido Republicano, a una cierta izquierda, corrida del centro, para el Partido Demócrata.
Debido a que los dos partidos se traslapaban, las elecciones tendían a forzar a los candidatos presidenciales de ambos partidos más o menos hacia el centro, de modo de ganaban sobre la fracción relativamente pequeña de votantes que eran los independientes, situados en el centro.
Éste ya no es el caso. El Partido Demócrata es la misma coalición amplia que siempre ha sido, pero el Partido Republicano se ha desplazado más a la derecha. Esto significa que los republicanos tienen una base menor. Lo lógico es que esto significara bastantes problemas electorales. Pero, como estamos viendo, no funciona exactamente de ese modo.
Las fuerzas de la extrema derecha que dominan el Partido Republicano están muy motivadas y son bastante agresivas. Buscan purgar a todos y cada uno de los políticos republicanos a quienes consideren demasiado moderados e intentan forzar a los republicanos en el Congreso a una actitud negativa uniforme hacia todas y cada una de las cosas que proponga el Partido Demócrata y en particular el presidente Obama. Los arreglos políticos de compromiso ya no se ven como políticamente deseables. Por el contrario. A los republicanos se les presiona para marchar al ritmo de un solo tamborilero.
Entretanto, el Partido Demócrata opera como siempre ha operado. Su amplia coalición va de la izquierda a una cierta derecha del centro. Los demócratas en el Congreso invierten casi toda su energía política en negociar unos con otros. Esto implica que es muy difícil aprobar legislaciones significativas, como vemos actualmente con el intento de reformar las estructuras de salud estadunidenses.
Entonces, ¿qué significa esto para América Latina (y de hecho para otras partes del mundo)? Bush podía conseguir casi todo lo que quería de los republicanos en el Congreso, en el cual tuvo una clara mayoría durante los primeros seis años de su régimen. Los debates reales ocurrían en el círculo ejecutivo interno de Bush, dominado básicamente por el vicepresidente Cheney durante los primeros seis años. Cuando Bush perdió las votaciones para elegir congresistas en 2006, la influencia de Cheney declinó y las políticas públicas cambiaron ligeramente.
La era de Bush estuvo marcada por una obsesión con Iraq y en menor medida con el resto de Medio Oriente. Algo de energía quedaba para lidiar con China y Europa occidental. Desde la perspectiva del régimen de Bush, Latinoamérica se desvanecía poco a poco hacia el fondo. Para su frustración, la derecha latinoamericana no obtuvo el tipo común de involucramiento en su favor que esperaban y deseaban por parte del gobierno estadunidense.
Obama se enfrenta a una situación totalmente diferente. Tiene una base diversa y una agenda ambigua. Su postura pública se bambolea entre una firme posición centrista y unos moderados gestos de centroizquierda. Esto vuelve su posición política esencialmente débil. Obama desilusiona a los votantes de izquierda que movilizó durante las elecciones, y que en muchos caso se retiran de lo político. La realidad de una depresión mundial hace que algunos de sus votantes centristas se aparten de él por miedo a una deuda nacional creciente.
Para Obama, igual que para Bush, América Latina no está en la cúspide de sus prioridades. Sin embargo, Obama (a diferencia de Bush) está luchando duro por mantener la cabeza arriba del agua política. Está muy preocupado por las elecciones de 2010 y 2012. Y esto no es algo insensato. Entonces su política exterior está influida considerablemente por el impacto potencial que tenga ésta en dichas elecciones.
Lo que la derecha latinoamericana hace es sacarle ventaja a las dificultades políticas internas de Obama para forzarle la mano. Se percatan de que no cuenta con la energía política disponible para atajarlos. Además, la situación económica mundial tiende a redundar en contra de los regímenes en el cargo. Y en la América Latina de hoy son los partidos de centroizquierda los que están en el cargo. Si Obama lograra triunfos políticos importantes en los próximos dos años (una ley de salud decente, una auténtica retirada de Iraq, una reducción del desempleo), esto mellaría, de hecho, el retorno de la derecha latinoamericana. ¿Pero logrará tales triunfos?
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El desarrollo. Celso Furtado
"El desarrollo no es sólo un proceso de acumulación y aumento de la productividad macroeconómica, sino principalmente el camino de acceso a formas sociales más aptas para estimular la creatividad humana y responder a las aspiraciones de la colectividad." Celso Furtado